El estímulo de la oscuridad
¿Cuántas veces se ha preguntado el hombre qué fue lo que le impulsó a comunicarse?
Se podría pensar que tampoco les iba tan mal a nuestros ancestros cuando estaban callados. De hecho la especie original de la que partimos también dio lugar a otras líneas evolutivas que no desarrollaron esta función. Compartimos origen con muchos mamíferos y de todos ellos pocas especies muestran en su repertorio de conductas el lenguaje (los delfines y algunos primates, p. ej.).
Muchos investigadores intentan dilucidar cuál fue el primer paso para llegar hasta nuestro escenario actual. Una hipótesis que puede resultar interesante es la que defiende Harry J. Jerison acerca de la pérdida de visión por parte de algunos reptiles en un punto muy remoto de la historia de la vida, hace unos 200 millones de años.
La evolución, como sabemos, se alimenta del cambio de los entornos, que obligan a las especies a adaptarse a las nuevas condiciones con tal de sobrevivir. Ese cambio en el entorno puede ser casual o en ocasiones buscado. Este fue el caso de esos reptiles mencionado en el párrafo anterior. Los reptiles, de forma general, poseen un sistema visual excelente, muy superior al del ser humano, tanto que se han encontrado indicios de que las especies primigenias de reptiles procesaban el mundo no a nivel cerebral sino directamente desde sus propios ojos. Aquellos antiguos reptiles tenían un sentido ideal para desenvolverse durante el día. ¿Pero qué pasaba por la noche? Aquello era terreno deshabitado.
Algún reptil debió de "darse cuenta" de la oportunidad que aquello significaba: una franja horaria en la que no tendría que competir con otros por el alimento y ni siquiera arriesgarse con tanta frecuencia a ser él mismo la presa. Valía la pena intentar ese cambio. Pero en ese entorno, esa visión tan aguda de la que hacían gala ya no servía de nada. Sea por falta de uso, sea por desarrollo de los otros sentidos, la visión fue perdiendo terreno de importancia para ganarlo el oído y el olfato, muy destacables para moverse en la oscuridad. Hacía falta determinar dónde estaba la comida, de dónde podía venir el peligro y cómo era el espacio a ocupar sin depender prioritariamente de la vista.
Jerison es conocido por enunciar su "coeficiente de encefalización". Con él viene a demostrar que lo importante para un desarrollo mental superior no es el tamaño del cerebro per se, sino su proporción con la masa corporal de la especie. Las especies más inteligentes son las que tienen cerebros mayores en relación a su tamaño. Así, los elefantes a pesar de tener un cerebro de más de 7 Kg, que comparándolo con el nuestro de 1'5 nos dejaría en mal lugar, son - al menos en apariencia - menos inteligentes que nosotros. Del mismo modo, nuestro cerebro es mucho más grande que el de un perro levantado sobre sus patas traseras, que en estatura y masa podría ser como un ser humano medio. Este "gran" cerebro humano se debe a las sucesivas funciones que el córtex fue asumiendo que requirieron de mayor masa cerebral, entre otras cosas.
Ahí es donde entra en juego ese nuevo desarrollo que sufrieron el oído y el olfato de los valiente reptiles enfrentados a la oscuridad. Función y estructura van de la mano, y optimizar estos sentidos se tuvo que seguir de un crecimiento cerebral correspondiente en las áreas que los procesan. Así pues, ése fue uno de los primeros pasos (antes de otros muchos que le sucederían) para hacer crecer nuestro cerebro, órgano que siglos más tarde albergaría el lenguaje.
No cabe duda de que la vista, a pesar de todo, sigue siendo la estrella de nuestros sentidos. Pero no deja de ser paradójico que quizá una de sus mayores aportaciones fue perder importancia para dar algo más de protagonismo a otras modalidades sensoriales. La oscuridad, después de todo, es un gran estímulo para la atención. Quizá nos dé menos miedo a partir de ahora si pensamos que sumidos en ella nos volvemos más inteligentes.
Se podría pensar que tampoco les iba tan mal a nuestros ancestros cuando estaban callados. De hecho la especie original de la que partimos también dio lugar a otras líneas evolutivas que no desarrollaron esta función. Compartimos origen con muchos mamíferos y de todos ellos pocas especies muestran en su repertorio de conductas el lenguaje (los delfines y algunos primates, p. ej.).
Muchos investigadores intentan dilucidar cuál fue el primer paso para llegar hasta nuestro escenario actual. Una hipótesis que puede resultar interesante es la que defiende Harry J. Jerison acerca de la pérdida de visión por parte de algunos reptiles en un punto muy remoto de la historia de la vida, hace unos 200 millones de años.
La evolución, como sabemos, se alimenta del cambio de los entornos, que obligan a las especies a adaptarse a las nuevas condiciones con tal de sobrevivir. Ese cambio en el entorno puede ser casual o en ocasiones buscado. Este fue el caso de esos reptiles mencionado en el párrafo anterior. Los reptiles, de forma general, poseen un sistema visual excelente, muy superior al del ser humano, tanto que se han encontrado indicios de que las especies primigenias de reptiles procesaban el mundo no a nivel cerebral sino directamente desde sus propios ojos. Aquellos antiguos reptiles tenían un sentido ideal para desenvolverse durante el día. ¿Pero qué pasaba por la noche? Aquello era terreno deshabitado.
Algún reptil debió de "darse cuenta" de la oportunidad que aquello significaba: una franja horaria en la que no tendría que competir con otros por el alimento y ni siquiera arriesgarse con tanta frecuencia a ser él mismo la presa. Valía la pena intentar ese cambio. Pero en ese entorno, esa visión tan aguda de la que hacían gala ya no servía de nada. Sea por falta de uso, sea por desarrollo de los otros sentidos, la visión fue perdiendo terreno de importancia para ganarlo el oído y el olfato, muy destacables para moverse en la oscuridad. Hacía falta determinar dónde estaba la comida, de dónde podía venir el peligro y cómo era el espacio a ocupar sin depender prioritariamente de la vista.
Jerison es conocido por enunciar su "coeficiente de encefalización". Con él viene a demostrar que lo importante para un desarrollo mental superior no es el tamaño del cerebro per se, sino su proporción con la masa corporal de la especie. Las especies más inteligentes son las que tienen cerebros mayores en relación a su tamaño. Así, los elefantes a pesar de tener un cerebro de más de 7 Kg, que comparándolo con el nuestro de 1'5 nos dejaría en mal lugar, son - al menos en apariencia - menos inteligentes que nosotros. Del mismo modo, nuestro cerebro es mucho más grande que el de un perro levantado sobre sus patas traseras, que en estatura y masa podría ser como un ser humano medio. Este "gran" cerebro humano se debe a las sucesivas funciones que el córtex fue asumiendo que requirieron de mayor masa cerebral, entre otras cosas.
Ahí es donde entra en juego ese nuevo desarrollo que sufrieron el oído y el olfato de los valiente reptiles enfrentados a la oscuridad. Función y estructura van de la mano, y optimizar estos sentidos se tuvo que seguir de un crecimiento cerebral correspondiente en las áreas que los procesan. Así pues, ése fue uno de los primeros pasos (antes de otros muchos que le sucederían) para hacer crecer nuestro cerebro, órgano que siglos más tarde albergaría el lenguaje.
No cabe duda de que la vista, a pesar de todo, sigue siendo la estrella de nuestros sentidos. Pero no deja de ser paradójico que quizá una de sus mayores aportaciones fue perder importancia para dar algo más de protagonismo a otras modalidades sensoriales. La oscuridad, después de todo, es un gran estímulo para la atención. Quizá nos dé menos miedo a partir de ahora si pensamos que sumidos en ella nos volvemos más inteligentes.
Labels: coeficiente de encefalización, evolución, inteligencia, visión